Sri Lanka. Isla milenaria con arqueológia, junglas y animales salvajes


A mediados del mes de 2014 partimos hacia uno de los países menos visitados del sureste asiático: Ceylán; isla de 65.610 km2 y 20 millones de almas de diversas razas y religiones que ha recibido varios bautizos; los nombres autóctonos, los que no fueron impuestos por las potencias coloniales, se remontan a épocas milenarias.

La primera experiencia fue embarcar con Emirates en el “titanic del aire”: el A-380; aeronave de dos plantas que, si no fuese porque la alta está reservada a los viajeros de primera (casi cien), podría albergar a unos ochocientos. Es más cómodo y ofrece comidas aceptables y atractivamente presentadas, rara avis.

Sin entrar en la capital, Colombo, fundada por los portugueses a principios del XVI, comenzamos un itinerario marcado por la arqueología, uno de sus tesoros. Teníamos como guía a un ingeniero agrónomo local con perfecto español que nos revelaría la atribulada y fascinante Historia, que se inició hace 26 siglos; o detalles ocultos que guardan las incontables ruinas de ciudades, palacios y monumentos abandonados hace cientos o miles de años.

Sin embargo, el escaso turismo tiene su explicación. Sri Lanka sufrió hasta 2009 una guerra civil que duró treinta años; aunque se hablaba de terrorismo tamil –una de las etnias, cuya primera riada llegó desde India hace más de 2.000 años– fue una desgarradora contienda, que acabó con la vida de unas 65.000 personas y llegó a perderse casi la mitad del territorio. Un buen amigo, que visitó la isla en 2006, regresó con estupor: en lugares estratégicos de Colombo, y sobre todo en el aeropuerto, vio sacos de arena y soldados pertrechados con ametralladoras. Los guerrilleros habían adquirido armas en Bélgica con el producto del narcotráfico –se dice– y hasta dispusieron de una flotilla de barcos y un par de avionetas, que artillaron, con las que bombardeaban.

En 2009, el general Fonseca (de antiguo origen portugués), un genio de la táctica bélica, los fue arrinconando hacia la península de Jaffna, situada en el norte, y otra más pequeña –por donde los cabecillas pretendían huir cruzando el estrecho de Palk para llegar a India– que los portugueses bautizaron Punta de Pedro, y no dejó un solo tamil vivo. Fonseca, como Churchill, no conseguiría la presidencia del país, dominado por una casta de políticos que se blinda con un rancio nepotismo. Aun hoy, con paz total, y la seguridad total que impera, el aeropuerto impone tres controles policiales.

La población, a pesar de haber sufrido tan larga confrontación, es confiada, amable y honesta; detalles que se advierten, también, en los comercios; en especial de piedras preciosas, de las que es una potencia: zafiros, rubíes, esmeraldas…. que pueden adquirirse a precios convenientes regateando. Si bien el país se hizo famoso, tristemente, por el té, para cuyas labores los británicos se trajeron a la fuerza en el s. XVIII un indeterminado número de tamiles que raptó indiscriminadamente por las calles de Madrás; pero este colectivo no se sumó a la insurgencia de sus paisanos, que reivindicaban un trozo del territorio por haber vivido allí durante milenios.

Nos alojamos en el Cinnamon Lodge, en la pequeña localidad de Habarana, en el centro-norte; un hotel de bungalows de lujo con excelente cocina. Una noche, precisamente cenando, irrumpió un pelotón de jóvenes monjes chinos que había llegado a la isla para participar en los festejos anuales en honor a Buda; fue entonces cuando supimos por el guía del inmenso fervor religiosos o la importancia social que goza allá el monje, como también vimos en Birmania o India. Y nos encontramos con la primera controversia: aquellos religiosos, cuya más notoria cualidad es el voto de pobreza, se alojaban en un lujoso hotel y participaban de un opíparo bufé.

La primera de las excursiones sería a Sigiriya y su Montaña del León: una roca de 185 metros de altura en donde el príncipe Kassapa, tras asesinar a su padre, se hizo construir en el año 495 una fortaleza a fin de repeler las iras de su hermanastro. Aun se conservan muestras de las arquitecturas civil (espléndidas piscinas y jardines…) y militar, unos frescos preciosistas y un mirador de vigilancia a los que se puede acceder por una escalera infinita. Y aun permanecen casi intactas en la meseta una enorme alberca, que surtía a unos cultivos adyacentes, y otras construcciones. Aunque parezca increíble, el monolito y todo el complejo palaciego y militar estuvieron ocultos por la jungla hasta que, en 1810, un cazador que perseguía a un leopardo se los topó.

Tras el almuerzo de cocina autóctona: de notoria influencia india: los curris, y toques tailandeses: la cañalimón, en un enorme restorán de carretera propiedad de la hija del señor Sirigena, ministro de Sanidad, alcanzamos una de las antiguas capitales: Polonnaruwa, que acogió al gobierno durante los siglos XI, XII y XIII. La dinastía Sinshala, luego de constantes invasiones por parte de hordas tamiles, se obligó trasladarla a Cambadeniya. Con algo de imaginación, el viajero percibirá la grandeza de las arquitecturas convencional y religiosa: diversos palacios, un inmenso bajorrelieve del rey Parakramabahu I labrado en una inmensa piedra, el templo Gal Vihara dedicado a Buda…

La siguiente jornada se dedicaría a visitar las ruinas de la que fue primera capital de la Isla: Anuradhapura, cuya magnificencia se entiende en tanto que coincidió con la época dorada; espectacular es el templo Isurumuniya, del siglo III AC, escavado en una roca, y no menos lo son el monasterio Mahauihara y diversos monumentos religiosos como la inmensa estatua de Buda. Sorprende reconocer como aquella gente desarrolló tan avanzada civilización mucho antes de nuestra Eva.

Otros de esos lugares tan interesantes son el monasterio de Mahauihara y el mayor de los templos budistas: Ruwanweliseya, con una gigantesca cúpula de blanco radiante, pintada gracias a las aportaciones de acaudalados ceilaneses residentes en Londres. Allí se encuentra el Árbol Sagrado (Ficus religiosa), que fue plantado en el s. III a. de C. de una rama del que, a su sombra, Buda recibió en su Nepal la iluminación divina que le inspiraría su filosofía, luego convertida en religión.

Sobrecoge contemplar el fervor de los miles de romeros, flores en mano, venidos –como en la Meca– de todos los rincones de la isla; casualmente, estábamos allí por los días 14 y 15 de mayo, los más importantes del budismo, que han de coincidir con la luna llena. Los festejos duran una semana y solo los comercios gestionados por musulmanes permanecen abiertos; la tolerancia religiosa es ejemplar. Y también nos sobrecogió saber, in situ, que en 1984 un comando de 7 tamiles ametralló indiscriminadamente a todos los romeros que tuvo a su alcance; unos 200, la mayoría mujeres y niños, fueron abatidos.

Y en tono menor, que alguno de los dioses le frene al viajero la necesidad de un excusado fuera del hotel; como todos los públicos son la más elocuente expresión del Tercer Mundo, las más denostable higiene: en cuclillas, sobre un agujero, sin papel higiénico y en lúgubres habitáculos, algunos sin puertas. No es fácil.

Otra de las maravillas que sorprenden al paso son los extensos lagos, varios de ellos navegables; en realidad son inmensos embalses construidos por previsores monarcas antes de la Era Cristiana para irrigar los terrenos que se dedicarían al arroz, que junto al coco constituyen alimentos básicos. El cocotero, como en Uruguay la Butiá capitana o en Birmania la Toti tree, etc. son palmeras a cuyo socaire se crearon curiosas culturas materiales: cuerdas, tejidos, muebles, materiales de construcción, combustible, grasa, azúcar, vino y vinagre… Gran parte de la isla es pura jungla, que a veces deja paso a extensos cultivos de cocoteros que, ensimismo, constituyen otro bosque, otro paisaje, otra plástica.

Al tercer día dejamos el Cinnamon (canela, en inglés, de la que es la gran productora) y partimos hacia la segunda ciudad del Estado: Kandy, voz de origen local deformada por los británicos. Estábamos ansiosos por visitar al paso Dambulla, considerada, quizá, la más notable referencia de un pasado tan glorioso como singular. Durante centurias los alrededores de esta ciudad sagrada, que data del siglo XII, estuvo ocupada exclusivamente por monjes meditadores, sin contacto alguno con la población. Fue, efectivamente, para muchos de nosotros, la muestra más excepcional del riquísimo patrimonio monumental que veríamos.

Sin embargo, junto a una tradicional construcción religiosa se erige un nuevo edificio horroroso; se trata de una emisora de radio y de televisión propiedad del monje prior; este personaje –y aquí va la segunda controversia de un degenerante budismo– ha rechazado las ayudas de UNESCO para la conservación patrimonial y, no obstante, puede atender tanto ese dispendio como construirse el espurio edificio (único en el ámbito budista) al cobrar, según su criterio, buenas sumas a la entrada del templo, al que hay que subir por una interminable escalinata y bajo un calor de alucinar. Pero la contemplación de todo ese complejo religioso es imprescindible para constatar la titánica labor constructiva de los siete templos escavados en la roca y las inmensas estatuas que albergan. Allí, el monje jefe vive en la opulencia y, sorprendentemente, el fervor popular no decae.

Por algunas de las zonas por las que pasábamos se encuentra gran parte de los más de 4.000 elefantes y un indeterminado número de leopardos salvajes; ello ayuda a comprender lo poco trillado que está el país por el turismo masivo. El elefante es un animal totémico, el emblema del país; es de inestimable ayuda en las tareas agrícolas y lo fue en las numerosas guerras que se libraron tanto por las invasiones como por las rencillas tribales. No obstante, es más pequeño y, afortunadamente, ha gozado de menos valor que el africano pues solo un diez por ciento de ellos desarrolla el marfil.

Kandy, la segunda urbe del país, no ofrece muchas muestras de patrimonio monumental histórico, mas posee otros atractivos: el espléndido Palacio Real, con un amplio y bien cuidado jardín como antesala; el fabuloso jardín botánico Paradeniya, el segundo mayor del mundo, con un fascinante invernadero de orquídeas; el antiguo y sórdido penal y la modélica universidad, con un extenso campus pleno de jardines y árboles centenarios, en donde se tiene a orgullo haber acogido como estudiante al mítico Patricio Lumumba. Mucho más modesto, aunque con ciertos tintes románticos, es el Queen’s hotel, justo frente al palacio, de notoria concepción hotelera británica de finales del XIX; está algo ajado pero conserva el sabor de la colonial vida social británica, que tan bien reflejó Somerset Maugan en alguna de sus novelas. Un par de bulliciosas calles comerciales adyacentes al Queen’s, y poco más.

Uno de los frutos, entre tantos tropicales que degustábamos cada mañana en el desayuno, es el ananá, que se trajo de la América tropical; de él obtienen varios productos, entre otros, un aromático licor. Durante la II Guerra Mundial fueron confinados en la Isla prisioneros italianos; algunos de ellos eran expertos licoreros y enseñaron a los nativos a destilar “grappa”, lo mismo con esa fruta que con otras dulces. Y también los ingleses destinaron a don Juan de Borbón, que pasó algún tiempo en una base de la Royal Navy, y a un soldado, llamado Idi Amín, que ejerció como cocinero. Un riesgo añadido al terror que infligían los inmisericordes japoneses, pues el jocundo e implacable ugandés gustaba de zamparse, de vez en cuando, a algún paisano.

Aparte de las especias, el té es otra de sus riquezas. Hace algunos años el gobierno expropió a los británicos las tierras y secaderos acabando así con un régimen feudal. Y también introdujeron el entonces demandadísimo caucho –igual que en el sur de India y Birmania– cuyas semillas sacaron de Brasil escondidas en los calzoncillos. En un legendario tren a fueloil viajamos hasta las montañas de Nanu Oya para contemplar las inmensas plantaciones y secaderos. Nos interesaba el té blanco, que se cotiza a unos 1.000 dólares USA el kilo, porque nos recordó a la cosecha del azafrán pues el llamado “hilo de plata” hay que manipularlo con sumo cuidado de uno en uno. Tres kilos de ese hilo se convierten en un kilo de té, que tiene propiedades medicinales y es adquirido por los británicos más snobs.

Desde que el 15 de septiembre de 1505 arribaron los intrépidos navegantes portugueses, después la voraz primera multinacional de la Historia, la Compañía Holandesa de Indias, y finalmente los recalcitrantes imperialistas británicos, la isla fue sometida y esquilmada hasta que, en 1948, fue descolonizada políticamente, pero no comercialmente. Por ello –y por la depauperante guerra civil– algunos de los pueblos ofrecen aspectos de pobreza y destartalo lamentables. Sin embargo, en la actualidad, los nativos pueden hacerse con parcelas de tierras selváticas; el Gobierno concede 10 hectáreas por familia y con la venta de los viejísimos árboles: caobo, ébano y teka, consiguen la primera financiación para la roturación del terreno y el inicio de los cultivos. Ello supone, por otra parte, la dramática pérdida de bosques centenarios que también viene sufriendo Asia. No obstante, existe un plan de reforestación que, felizmente, comprobamos; mas para alcanzar la madurez del caobo y el ébano hay que esperar unos 200 años y 60 para el teka, cuya madera es la mejor del mundo a decir de los entendidos.

Tras la excursión por las plantaciones de té y degustar un servicio del mismo con su pastelería, scons y sándwiches al más puro estilo británico en el que fuera ostentosa residencia del gobernador británico, hoy el relajante Grand Hotel, de sobria arquitectura Tudor, y luego pasar por donde se rodó Indiana Jones y el templo maldito, a las afueras de Kandy (de donde Spilberg se llevó a Hollywood unos 20 técnicos nativos, pues tienen un especial talento para el Séptimo Arte), nos llegamos hasta Nuwara Eliya, conocida como la pequeña Inglaterra; La Casa de la Reina y la Oficina de Correos son otras estampas genuinamente británicas que surgen de un paisaje cuasi tropical.

Y tras abandonar nuestro hotel en Kandy, el elegante Mahaweli Reach, situado en una zona residencial junto al río Mahaweli (de acolmillados mosquitos), de generosos y bien presentados bufes, aunque de inferior cocina que el Cinnamon, partimos hacia Pinnawela: uno de los puntos de mayor atractivo para el turista común ya que posee el único orfanato de elefantes del mundo. Todo un espectáculo y toda una novedad puesto que a las enormes crías se las alimentan con biberones.

Ya decíamos que Sri Lanka es el país con más elefantes salvajes; cuando hay escasez de agua se llegan hasta las piscinas de los hoteles causando el lógico revuelo. Para que no crucen las carreteras se han instalado vallas electrificadas; de ahí la orfandad de los pequeños paquidermos, algunos de ellos, totalmente desorientados, irrumpen en las viviendas de los campesinos y se roban el arroz almacenado. Y toda la pureza zoológica y paisajes selváticos han sido escenarios de otras películas: La Senda de los elefantes, El puente sobre el rio Kwai o las 2ª y 3ª partes de El Libro de la selva…

La primera visión de Colombo, tras cruzar el río Kelani –que sirvió para recrear al tailandés Kwai en la célebre película– con un larguísimo estuario en el que se ubica una gran piscifactoría de langostinos, no dice mucho: no es una ciudad monumental; prácticamente solo quedan del pasado colonial bellas mansiones, sobrios cuarteles coloniales y edificios comerciales frutos de la extensa etapa inglesa. Es, por otro lado, un crisol de etnias, culturas y religiones en admirable armonía.

En su zona costera se encuentra una gran nave de techos de madera y tejas que fue el hospital holandés; hoy reconvertido en un complejo de restoranes y tiendas así como los edificios más modernos y sobresalientes. Varios de ellos son lujosos hoteles como el Hilton, cuyo chef pastelero es todo un portento; primero, porque la pastelería, tal como se concibe en Occidente, no es el fuerte del sureste asiático y, segundo, porque en un país pobre el muy solicitado profesional gana 10.000 dólares al mes. Nos hospedamos en uno de los mejores: el espléndido The Kingsbury, que acababa de inaugurar el lujoso restorán The Ocean, especializado en productos del mar. Cansados de tanta carne, tanto vegetal y tanto curry nos introdujimos en él como posesos; la cuenta fue más abultada que la cantidad y variedad de los mariscos que engullimos, pero ninguno dio el mínimo sabor. Aguas calientes.

En poco más de una semana quedamos con nuestros lomos tullidos por tantos kilómetros de guagua y apenas si pudimos digerir tantas y tan diversas curiosidades o hacernos una idea de lo que de singular ofrece todo el país a ese viajero dispuesto a conocer uno de los antiguos y legendarios países asiáticos: parques nacionales, playas infinitas, interesantísimos museos, zoológicos, plantaciones de especias, una cocina de rica tradición especiera, curiosidades antropológicas, artesanía… o la práctica de deportes de mar, caza mayor y menor, golf… así que nos quedamos con el propósito de volver. Como gusta decir a nuestro ilustre colega Javier Reverte, “El mejor de los viajes siempre es el próximo”.

 

 

Texto: Mario Hernández Bueno